Voy al baño de mujeres pero me demoro, quiero dar una vuelta primero. Es que mi llegada hasta ahí tampoco fue inmediata sino que se tardó treinta y siete años. Antes de entrar me detengo en una imagen: la Venus de Milo. Pero no esa estatua griega de mármol que representa a Afrodita medio doblada, sino que la versión de ella que hizo Lorenza Böttner en 1982, primero en Kassel, luego en Nueva York y después en San Francisco. En esa performance, Lorenza, de veintitrés años, brazos amputados, desnuda de la cintura para arriba y pintada completamente de blanco, se mantenía de pie sobre un plinto escalonado ante un fondo negro. Así, encarnando a Venus, fue la primera vez que la vi.
En un documental de 1991, la artista confiesa que quería mostrar la belleza de su cuerpo mutilado: “me di cuenta de cuántas estatuas se admiraban por su belleza a pesar de no tener brazos” (Stahlberg, 1991: 14’10’’). Ella, trans y amputada, intentaba mantenerse completamente quieta por la duración de la performance, como si hubiera sido esculpida en piedra. Pero había dos señas que la delataban: primero que, a diferencia de la estatua de Milo, Lorenza sonreía; y lo hacía no sólo con la boca, sino también, con los ojos. Luego su torso. A diferencia del torso impecable y frío de la Afrodita de mármol, el suyo no generaba esa impresión irreal de lisura –propia de una diosa– sino que ella era imperfecta, humana. Respiraba.
¿Qué se agitaba ahí dentro? ¿Qué estaba torciendo esa Venus, además de la representación de la belleza clásica? Paul Preciado dice que los autorretratos de Lorenza y las secuencias fotográficas que documentan su proceso de transformación funcionaron como “tecnologías performativas para crear una subjetividad transgénero sin brazos” (Preciado, 2017). Pero para mí –que la vi poco antes de empezar mi tránsito, sin entender del todo qué era lo que estaba viendo–, hubo en su imagen algo emblemático. Me refiero a su condición de emblema: esa figura que se usa de forma convencional para representar simbólicamente una idea o una cosa.
Mientras más la veía, más entendía que la Venus amputada de Lorenza, sonriente y de ojos inquietos, en su aparente quietud, estaba resquebrajando algo. Su imagen hacía aparecer otra que no estaba en un primer momento ahí. Al definir la performance como una “forma críptica de expresión” (Stahlberg, 1991: 13’29’’), Lorenza le abrió una posibilidad a lo invisible. Una presencia que construía su demora, en la medida en que tenía que ser convocada. La performance, según la artista, es capaz de iniciar “un tren de pensamientos” que para mí, en el abismo de mi versión anterior fue un vértigo que sentí, por primera vez, amoroso.
Dice Ángeles Mateo del Pino que Lorenza dio un salto peligroso travistiéndose de clasicismo, “obligando al otro/la otra a des-identificar aquellas miradas que han construido una belleza normativa y otra desviada” (Mateo del Pino, 2019: 51). En esa encrucijada, ante ese abismo, la Venus de Lorenza me intrigó, me permitió avanzar y me convocó a asomarme. Para así, mirarme trans.
La escritora Larissa Pham dice que el baño con su espejo y su condición de privacidad pueden ser el espacio del ensayo, de la autobservación y de la preparación antes de salir al mundo exterior. Un lugar donde, a pesar de vernos, “podemos volver a estar sin forma” (Pham, 2019). Para mí cuando era chica, después de que mi mamá o mi papá me bañaran, entre la imprecisión del vapor y el vidrio empañado, era importante volverme nítida, porque en ese espacio seguro y flotante del baño, yo no era él. Sino que ella.
En sus crónicas reunidas en Loco Afán (LOM, 1996), Pedro Lemebel se refiere a la performance de la Venus de Milo de Lorenza. Dice que ella aparece como una puta amputada del Partenón. “Algo así como topless en la Acrópolis o tacoaltos en Atenas, invitada de contrabando al bacanal postmoderno” (Lemebel, 1996: 153). Y es cierto; es subversivo que ella esté pintada de blanco y envuelta en una toga, como diosa griega, inquietando el canon de la belleza clásico con su cuerpo perfectamente amputado. Su mera existencia es desestabilizante. Pero la imagen no funciona solo como una provocación cultural sino que, como portal. Digo que a través de la ruptura de lo hegemónico, su cuerpo sonriente, tibio y amoroso, señala algo invisible, algo que no está necesariamente ahí y en su enigma, propone un avance. Un tránsito. Nos muestra algo que vemos a través de ella.
La primera vez que crucé el portal señalado para mujeres y entré al baño femenino fue de noche, en una fiesta. A diferencia de la hilera de urinarios del baño de hombres, donde la mirada está siempre coartada y dirigida hacia un punto ciego entre las baldosas (y nunca a otro hombre), la figura en el baño de mujeres se me presentó múltiple, elíptica y dinámica: como un tornado. Me di cuenta que las mujeres no se tenían miedo a hablarse ni a mirarse . Estaban abiertas al tacto, al diálogo y a la asistencia. Entraban de a dos, se separaban, se reunían y frente al espejo se arreglaban el pelo, se prestaban los maquillajes y se llamaban por sus nombres.
El baño es donde ocurre la limpieza, pero también donde ocurre nada, salvo mirarse. Donde se “estudia la propia cara”, dice Pham, (Pham, 2019). Donde es posible reconocerse en una y en otra y en otra. Porque en los baños y en los camarines siempre hay algo que multiplica y que se descubre. Siempre hay algo que se oculta, que se guarda y en contraparte algo que se devela y se muestra. Pienso en el límite que marca la toga de la Venus. Pienso, sin ir más lejos, en el hecho de sacarse la ropa delante de otras personas.
Pienso en la primera vez que me cambié en el camarín femenino tras haber iniciado mi tránsito. Fue una mañana, después de una práctica de yoga. Por supuesto que tenía miedo. Por supuesto que no quería incomodar a nadie. Pero tampoco tenía ninguna duda: ya no pertenecía al camarín de varones. Una vez que crucé la puerta del otro baño, rápidamente, desaparecí entre la coreografía de cuerpos de mujeres que estaban vistiéndose, desvistiéndose, levantando los brazos, agachándose, duchándose y secándose el pelo. Tenía curiosidad y a diferencia del baño de hombres, no sentí la prohibición de sostener la mirada ni de mantener una cercanía con esas desconocidas.
La práctica del yoga nos había hecho sudar a todas, por lo que muchas estábamos enrojecidas y traspiradas. Una mujer un poco menor y más ancha de cuerpo que yo, ya desnuda del pecho para abajo, estaba intentando sacarse la polera, pero su piel, empapada, impedía que la tela sintética avanzara. Se había quedado, brazos arriba y cruzados, completamente envuelta y ciega en su propia ropa. Como una Venus de Milo, pero invertida en cuanto a que era la parte superior del cuerpo la envuelta. La vi girarse y volverse a girar, sin poder salir de su propia trampa de sudor.
Hasta que una mujer, mayor que nosotras dos, flaquísima, de piel arrugada y pelo blanco, se volvió hacia ella. Poniéndole una palma en el hombro, la detuvo y luego, con las dos manos, la ayudó a desvestirse. Cuando por fin la joven pudo liberarse de su ropa, quedó desnuda de espaldas a la mayor. Se dio vuelta y mirándola a los ojos, le dio las gracias. Esas dos mujeres no se conocían y sin embargo una había asistido voluntariamente a la otra. Algo así jamás habría pasado en un camarín de hombres.
Algo así yo jamás lo había presenciado antes. Ese trompo ciego devenido en revelación y alivio fue una seña, tanto de lo que ocurría dentro del camarín de mujeres como de mi propio lugar ahí. Una vez que desvié la mirada, me descubrí reflejada en el espejo: sudada y vaciada de expresión. El poeta romano Ovidio contó en sus Metamorfosis la historia de Acteón y Artemisa: Acteón era un cazador que estaba en el bosque acechando a su presa cuando se topó con la diosa Artemisa, bañándose en la orilla del agua. Artemisa estaba en compañía de su séquito de ninfas y consternada por la mirada del cazador lo transformó en un ciervo. Una vez despojado de su capacidad de hablar, Acteón no pudo evitar que sus sabuesos, enloquecidos por la sangre, desgarraran su cuerpo en pedazos.
Esa es, en pocas palabras, también la historia del deseo y de la mirada. Tras esa primera vez, el baño de mujeres se transformó para mí en un espacio donde la mirada deseante masculina no suele llegar y por lo tanto, no es capaz de ejercer ningún tipo de poder sobre los cuerpos. Una especie de refugio íntimo donde las mujeres podemos desplegarnos sudadas, desnudas e incluso incómodas. Preguntarnos si estamos bien. Llorar, maquillarnos, pelearnos, desvestirnos.
Ahí fue también donde mi pensamiento comenzó también a agrietarse. Porque Acteón o lo masculino no es solo una trasgresión de la mirada. Sino que pensamiento, el mismo que articulado en palabras nos permite expresarnos y nombrarnos.
Leo que la Venus de Milo fue hecha en varios bloques de mármol, pero su calce es tan perfecto que, en conjunto, borra sus marcas: las uniones entre ellas no son visibles. Por eso, pienso, los cortes en sus brazos son tan evidentes. Porque su ensamblaje es no admite fracturas. Y por eso, cuando Lorenza encarna a esa imagen icónica la destruye sin tocarla. Al verla a ella por primera vez, sentí que algo se quebraba. No de manera inmediata, sino que a la distancia. Una torcedura lenta que le construyó, con su fuerza, un rumbo al tránsito.

REFERENCIAS
Pham, Larissa (March, 28th 2019). “A Bathroom of One’s Own”. The Paris Review. https://www.theparisreview.org/blog/2019/03/28/a-bathroom-of-oFig. 1. Ariel Florencia Richards, Venus invertida, intervención realizada en muro de exposición Mi ropa, la de otros la de muchos, Il Posto 2023nes-own/
Stahlberg, Michael (1991). Lorenza. Portrait of an Artist. Docu Short. Hochschule für Fernsehen und Film in Zusammenarbeit mit Seed Pictures, 1991. https:// vimeo.com/29793957. Consultado el 22 de enero de 2018.
Lemebel, Pedro (1996). “Lorenza, las alas de la manca”. Loco afán. Crónicas de sidario. Santiago de Chile, LOM, 1996, pp. 151-154.
Mateo del Pino, Ángeles. “Subjetividad transtullida. El cuerpo/corpus de Lorenza Böttner”. Anclajes, vol. XXIII, n.° 3, septiembre-diciembre 2019, pp. 37-57. DOI: 10.19137/anclajes-2019-2334
Preciado, Paul (2017). Lorenza Böttner (1959-1994). Documenta 14. Kassel, Private collection Neue Galerie. Exposición desde el 10 junio al 17 sept. 2017. Edición en línea. http://www.documenta14.de/en/artists/21958/lorenza-bottner. Consultado el 22 de enero de 2018.
_____________ (2018). “Lives and Works of Lorenza Böttner”. South as a State of Mind. Issue #9, documenta 14 #4, Kassel, 2017. Edición en línea. http://www.documenta14.de/en/south/25298_lives_and_works_of_lorenza_boettner Consultado el 22 de enero de 2018.