“Esta ciudad está fundada sobre un crimen” 

-Christa Wolf, Medea1

Corre el año 1923, pleno invierno en Santiago de Chile. El caudal del Mapocho, crecido por las abundantes lluvias de junio, refleja en su superficie el gris siniestro de las nubes. A la vera del río, Ismael Gatica, funcionario de la municipalidad, limpia las alcantarillas de la ciudad, llamadas popularmente cajitas de agua. Frente a una de ellas, de golpe, se detiene. Hay algo extraño, un objeto atascado. El hombre se acerca, se acuclilla y con ambas manos rasga los papeles de diario que envuelven el paquete. Entonces, espantado, corre a la comisaría más cercana. Ha encontrado la pierna de un hombre y su hallazgo da inicio al célebre “caso de las cajitas de agua”, uno de los más recordados en la historia criminal del país. A su descubrimiento siguen otros: el tronco, la pierna derecha, la cabeza de la víctima, todos desperdigados en distintas zonas de la capital. Sin embargo, la identidad del sujeto es un misterio durante días. “El cuerpo ha de ser de un desaparecido”, declara a la prensa un uniformado, en una frase que trazaría, medio siglo después, inesperadas conexiones con los desaparecidos de la dictadura de Pinochet. Tras una semana de investigación y ante la imposibilidad de identificar el cuerpo, se abren las puertas de la morgue a los quinientos mil habitantes de la ciudad. La romería afuera es interminable: hombres, mujeres, ancianos y niños hacen turno para inspeccionar los trozos del enigmático cadáver en una exhibición con extraños tintes de museo o galería. Finalmente, esa apertura da lugar a una pista: un hombre asocia el cuerpo a la misteriosa ausencia de su colega, el suplementero Efraín Santander. Pero el hallazgo más inesperado todavía está por venir: la autora del crimen había sido una mujer, la también suplementera, Rosa Faúndez. 

Corre el año 2003, primavera en Santiago. El caudal del Mapocho ha crecido por los deshielos de la cordillera. A cientos de kilómetros de distancia, en la ciudad de Nueva York, las puertas de la galería Backyard se abren y los espectadores se enfrentan a una puesta en escena poco habitual. Sobre las paredes blancas, siete fotografías a color, semicubiertas por una cortina verde y aterciopelada, sugieren un inquietante relato. Los espectadores pueden descorrer o no la cortina. Pueden ver o no ver. Pero si no las abren, no podrán saber lo que ocultan esas imágenes. Se trata de fotografías de bultos de distintas dimensiones, unos ovalados, otros alargados, todos envueltos en papel, recubiertos por un plástico transparente y acomodados dentro de cajas de color blanco. La obra se llama El caso de las cajitas de agua y su autora es la artista chilena Josefina Guilisasti. 

Figs. 1 y 2. Josefina Guilisasti, El caso de las cajitas de agua, 2003

Pleno verano en Santiago, corre ahora el año 2015. El caudal del Mapocho no es más que un angosto hilo marrón. Quiltros callejeros deambulan por la vera del río, sedientos. Las calles se vuelven escenario de protestas cada vez más frecuentes y masivas. Estudiantes. Feministas. Jubilados. Ecologistas. Se habla de desigualdad, de descontento, de un cisma del modelo neoliberal, pero faltan aún varios años para que la crisis toque fondo. Al mismo tiempo, en el Centro de las Artes 660 y bajo el título Grado cero, se repone la obra El caso de las cajitas de agua. El desmembramiento de un cuerpo, de pronto, anticipa la escisión del país. 

Año 2021, otra vez verano en Santiago. En una inquietante reminiscencia, el río Mapocho vuelve a ser escenario de violencia estatal. Desde el puente Pío Nono, apenas unas semanas antes del Año Nuevo, un funcionario de la policía arremete contra un manifestante y lo arroja al cauce casi seco del río. La imagen del cuerpo boca abajo sobre el hilo de agua da la vuelta al mundo, mientras otras imágenes, las montadas y capturadas por Josefina Guilisasti, reaparecen meses después en Il Posto, esta vez en diálogo con las obras El ladrillo, de Patrick Hamilton y Dos piedras de Christian Salablanca. Las puertas de la galería abren y cierran producto de la pandemia. Desde nuestras casas, frente al computador, las fotografías de Guilisasti quedan sometidas a un nuevo marco. El cuerpo desmembrado vuelve a ingresar al espacio doméstico, precisamente donde se inició el caso en 1923. La obra, una vez más, interpela e interpreta el momento político: ¿Qué encarnan ahora esos fragmentos? ¿Qué divide el Mapocho en la ciudad? ¿Qué cuerpos habitan el cauce del río? 

Fig. 3. Patrick Hamilton, El Ladrillo, 2018-2019
Pantalla de video juego en la mano

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Fig. 4. Christian Salablanca, Dos Piedras, 2017

El crimen cometido por Rosa Faúndez quedaría inscrito en la memoria nacional.2 El modo en que aparecieron los fragmentos del cadáver, el misterio en torno a la identidad del cuerpo, cómo fue exhibido en la morgue, la revelación sobre la autoría de una mujer, y el simbolismo del río como cicatriz de una ciudad herida, causó que cronistas de la altura de René Vergara y que la insistente prensa roja volvieran a este asesinato como a un inquietante origen cada vez que en Chile se perpetrara un desmembramiento. Así ocurrió con el hallazgo de fragmentos corporales en el río Mapocho en 1973, y también sucedería con el descuartizamiento de Hans Pozo, en el año 2006. En ambas ocasiones, la prensa publicó detalladas genealogías sobre el descuartizamiento que inevitablemente condujeron al “caso de las cajitas de agua”. Sin embargo, el crimen cometido por Rosa Faúndez, pese a ser citado por la prensa en más de una ocasión, no encontró un cauce en las producciones artísticas de inicios del siglo veinte. Los ecos estéticos del crimen quedaron latentes hasta que el posmodernismo y su giro hacia la abyección, hasta que el neoliberalismo y su desmembramiento social, permitieron una nueva detonación estética, que esta vez sí encontró su cauce más allá del río. 

Debieron pasar casi setenta años, la dictadura más sangrienta de la historia de Chile y la imposición de un modelo neoliberal que desarticuló socialmente al país, para que el caso del descuartizado hallara su tiempo o, tal vez, los tiempos hallaran su caso. El escenario del crimen se restituiría en 1992, en la obra Historia de la sangre, del Teatro La Memoria, y posteriormente en el 2003, 2015 y en la actual reposición de la obra de Josefina Guilisasti, cuando este asesinato emergió una vez más como un hito profundamente evocativo. Y es que la compleja interacción simbólica entre el cuerpo individual y el colectivo, entre el crimen y la audiencia, sumada a las connotaciones estéticas del cuerpo fragmentado y a su profundo anclaje en la abyección, le hablaron de cara al Chile de la posdictadura. Si la obra de teatro, en 1992, iluminó una zona de exclusión y cuestionó, en palabras de Nelly Richard, “el ideal reconciliatorio del consenso como modo de integración forzada de lo políticamente escindido, de 32 lo socialmente desintegrado”3, la obra de Guilisasti serviría como una metáfora de la fragmentación de Chile y para articular cuestiones de género ausentes en otras relecturas del crimen. 

Formada en la Universidad de Chile, Josefina Guilisasti ha desarrollado en su prolífica obra una profunda reflexión sobre los mandatos de la pintura y la fotografía y los límites de la representación. El caso de las cajitas de agua se inscribe precisamente en esta línea de trabajo. La obra revela sucesivas etapas de producción: la creación de los paquetes, su envoltura y su instalación al interior de cajas de madera; la fotografía de estas cajas y del objeto que contienen; el montaje de estas fotografías en idénticos marcos de madera; y el añadido de cortinajes oscuros y gruesos, colgados de rieles dorados. 

La instalación propone un diálogo con el género de la naturaleza muerta, históricamente considerado menor, confinado a la cotidianeidad y al espacio doméstico y que Josefina Guilisasti retoma para trabajar la representación y la (des)ilusión4. Varios elementos de la obra permiten explorar su vínculo con este género. El uso de la cortina, en boga en el arte flamenco del siglo diecisiete, funciona como referencia histórica a la naturaleza muerta pero también cumple con un objetivo concreto: provocar en los asistentes/espectadores la ilusión de estar ingresando con la mirada a un espacio tridimensional, a una caja-ventana que encontrarán al descorrer la cortina. Sin embargo, al otro lado de la cortina no hay una caja ni una ventana. Parece ser una caja, pero se trata de la fotografía de una caja, capturada de tal modo que sus sombras coinciden con el marco, produciendo así la ilusión de estar frente a un objeto tridimensional. Aquí radica una segunda cita al género: el trompe l’oeil donde se acentúa el realismo al punto de generar el efecto de estar frente a un objeto real y no a uno representado. 

Otra cita de carácter referencial es la superficie sobre la que se encuentran los paquetes: cajas (o aparentes cajas) alusivas a una mesa, elemento clave en la naturaleza muerta y que Guilisasti emplea en varias de sus obras. En El caso de las cajitas de agua la mesa produce un efecto de extrañamiento debido al objeto que sostiene: ya no una olla, una fuente, un canasto o una fruta, sino un paquete informe, alusivo a un crimen cometido sobre otra mesa. Si la naturaleza muerta suponía una reflexión, en palabras de Norman Byron, sobre “la vida de la mesa”, un retrato de lo doméstico, del acto cotidiano de comer y beber, en la instalación de Guilisasti la mesa es ignorada como espacio de nutrición e interrogada como signo trivial de lo doméstico, cuestionando así la frontera entre lo insignificante y lo excepcional a través de la cita a un hito criminal del siglo veinte ocurrido nada menos que en la esfera privada de una cocina común, en la superficie de una mesa cualquiera5

El uso de la fotografía, en tanto, aunque dista de la técnica empleada en un género típicamente pictórico, no es casual. La obra, al emplear un medio supuestamente más cercano a lo real, revela las trampas de esa aparente cercanía e ironiza con el deseo imitativo de la naturaleza muerta. Y para acentuar el efecto de realidad, la artista agrega una cortina, una tela real, que vela por segunda vez los paquetes6. De este modo, Guilisasti retira dos veces el objeto representado en una sucesión de apariencias que invita a una reflexión sobre la historia de la representación, el vínculo entre el arte y la realidad, y la relación entre presencia y ausencia. 

Pero la densidad de las referencias no termina allí. El contenido de los paquetes fotografiados, en las antípodas de lo ocurrido durante el seguimiento periodístico del caso de Rosa Faúndez, está velado en la obra de Guilisasti. Se alude a los fragmentos corporales en el nombre y la descripción de la instalación, pero los miembros no son visibles. Y esta ausencia es también una cita a un rasgo clave de la naturaleza muerta: el retiro de lo humano, la alteración del punto de vista pictórico, donde la perspectiva dominante deja de ser la mirada del individuo sobre el mundo y pasa a ser un mundo de objetos que usurpan el campo visual y parecen devolvernos la mirada7

Además de estas dimensiones referenciales, Guilisasti se relaciona con otro tema clave del arte contemporáneo: la abyección. “El cuerpo postmoderno”, señala Linda Nochlin, “es concebido únicamente como un cuerpo fragmentado; la propia noción de un cuerpo de un género definido y único, es considerada sospechosa”8. Este es un giro que Guilisasti parece simultáneamente aludir y eludir. Pese a la operación de ocultamiento ejercida sobre los supuestos fragmentos corporales, el nombre de la instalación y su referencia al asesinato de Efraín Santander invocan la presencia de un cadáver. Y un cadáver, aunque velado, mantiene su abyección como perteneciente a una zona intermedia: no-objeto/no-sujeto. Guilisasti explora precisamente esta frontera. Su obra evoca los fragmentos de un cuerpo, pero en lugar de representarlos directamente, los oculta. Y el ocultamiento cumple un papel crucial en la obra. La materialidad de la envoltura así lo indica. El plástico, de cierto grosor y opacidad, táctil como lo eran las propias naturalezas muertas pero menos prolijo y traslúcido que el vidrio, cristal o espejo propios del género, evoca una membrana: una frontera entre lo interior y lo exterior, lo visible y lo invisible. 

Pero el juego de visibilidades no se detiene allí. Si Rosa Faúndez, tras estrangular a su marido, había cubierto con un pañuelo la cara de Efraín Santander para no enfrentar su mirada (esa mirada también fronteriza, presente y ausente, característica de un cadáver) y luego, en la morgue, se había negado por segunda vez a identificar los fragmentos del cuerpo, en el montaje de Guilisasti ya no es necesario cerrar los ojos pues es el mismísimo objeto el que se cubre. Los fragmentos son retirados de la vista, volviendo así todo paquete, toda envoltura, todo acto de ocultación, una señal de la amenazadora presencia de lo abyecto. 

Esta alusión a la abyección va acompañada de una elusión. Guilisasti parece defraudar las expectativas de un arte anclado en lo abyecto, una corriente que regresa al cuerpo como algo fragmentario, residual y en descomposición. En otras palabras, Guilisasti se aleja de lo que Rosalind Krauss ha llamado “la insistencia en la abyección como modo de expresión”9. Muestra sin mostrar, forzando a una reflexión sobre aquello que los asistentes a la obra proyectan en la imagen velada. El retiro visual del cuerpo y su reemplazo por paquetes limpios e informes, sin una gota de sangre, que tampoco indican claramente una correspondencia con las distintas extremidades corporales, parece plantearse críticamente en relación al giro contemporáneo que Paul Virilio ha bautizado como el “conformismo de la abyección”: una desensibilización derivada del exceso, un vaciamiento de las imágenes violentas que habría producido un sinsentido, un sucumbir conformista en el arte10. La operación de Guilisasti se separa de esta corriente. Al retirar el cuerpo desmembrado de la escena visual, la artista propone una pregunta: si aquello que proyectamos al interior de esos paquetes no es, también, otro tropiezo del ojo. Otra trampa de la representación. Rosalind Krauss, en una brillante crítica a los usos de la teoría de la abyección en el arte contemporáneo, afirma que en las últimas décadas del siglo veinte se habría producido una problemática asociación entre lo abyecto y las diversas formas de la herida. Y plantea que, incluso en aquellos casos en que el sujeto femenino no está claramente en la escena, este sería siempre el sujeto herido, victimizado, traumatizado y marginalizado en esta corriente. Su crítica, anclada en una relectura de Julia Kristeva (a quien acusa de “fetichizar lo semiótico”) resulta sugerente en este caso. Guilisasti retira de la escena cualquier referencia al sexo del cuerpo hecho pedazos, aspecto que había sido determinante en el crimen citado por la artista.

Su operación es provocadora. Al obliterar toda marca de género por medio de las envolturas de papel y de plástico, Guilisasti parece negar la fetichización del cuerpo y su supuesta vinculación a lo femenino. Sin embargo, si Krauss está en lo correcto e incluso en aquellos casos en que el sujeto femenino no está en escena se le alude como cuerpo herido, como locus de la herida, la operación de Guilisasti sería más ambigua en tanto retira un cuerpo de sexo masculino y lo indetermina. El ocultamiento, así, no garantizaría la ruptura del problemático vínculo entre lo femenino y lo herido. Sin embargo, debido a la densidad referencial de la obra de Guilisasti, quien una y otra vez invita a cuestionar el significado del propio acto representacional, esta conexión entre lo femenino y lo herido está sujeta a un signo de interrogación. 

Si se suma a esto que la referencia directa de la obra era nada menos que el asesinato de Efraín Santander, un sujeto masculino perteneciente a las clases populares, el velo, en la obra de Guilisasti, se extiende a ese sujeto masculino. Esta eventual sustitución del lugar de la herida propone una nueva interrogación: sobre la representabilidad del sujeto masculino popular y las implicancias contemporáneas del acto de invisibilizar (de cubrir, velar, no ver) a un otro devenido abyecto en el nuevo contexto neoliberal y, más aún, en el presente de radical crisis de ese modelo. Esa posibilidad, expresada como latencia en la ambigüedad del sexo del sujeto fragmentado, exalta el poder evocativo de El caso de las cajitas de agua. 

Lo visible y lo oculto, lo real y lo representado, están en constante tensión en la obra. Guilisasti se instala en una zona autorreferencial de la práctica artística, un terreno que le permite simultáneamente practicar y cuestionar el género de la naturaleza muerta, dando cuenta de sus límites, de sus zonas de indeterminación, de sus operaciones de montaje y desmontaje. Guilisasti reedita el trompe l’oeil propio del género, pero no pretende realmente engañar. La artista busca, según el crítico Pablo Chiuminatto, generar una reflexión sobre la experiencia artística como desengaño. Una exploración “de los mecanismos de articulación de las apariencias”11

Este punto es particularmente fascinante en su obra. Si la serie de apariencias (fotografías que parecen tridimensionales, cajas que parecen ser mesas, paquetes que parecen ser miembros) invita a reflexionar sobre las trampas de la representación en el arte, la referencia a un crimen cometido por una mujer calificada por la prensa de la época como masculina, una falsa mujer, permite también pensar en los mecanismos de articulación de las apariencias cuando la sociedad se ve enfrentada a la violencia femenina. El caso de las cajitas de agua, de Josefina Guilisasti, no solo tensiona la relación entre arte y realidad. Propone también una sofisticada crítica a las trampas de la representación en materia de género mucho más allá de la esfera del arte. 

El tropiezo acerca del género del cadáver se vuelve aún más significativo en un contexto en que el feminismo se ha encargado de visibilizar una y otra vez las dimensiones de la violencia machista que tiene por resultado decenas de mujeres asesinadas. Así, en un curioso efecto, el propio feminismo repone la asociación cadáver-mujer pero ya no en clave de fetichización sino de denuncia, mientras que la asociación cadáver-hombre, casi cien años después de ocurrido el crimen, remite a una masculinidad a su vez fracturada en divisiones artificiales como mente/cuerpo, racional/emocional, que han producido masculinidades definidas por la violencia y marcadas por esa descisión. En esta reposición de la obra de Josefina Guilisasti, exhibida en conjunto con las obras de Patrick Hamilton y Christian Salablanca, se acentúa, por último, la metáfora de un territorio fragmentado, de un cuerpo social des-compuesto tras cuatro décadas de políticas de precarización neoliberal que desarticularon el tejido social del país. Y su vigencia solo crece tras la revuelta social del 2019. Esta, por un lado, evidenció esa fractura y, por otro, inició un proceso de rearticulación política y social adormecido durante décadas y que ha tenido en el feminismo uno de sus principales motores de reconfiguración. La obra, así, propone una reflexión sobre lo marginalizado, lo desmembrado por esa idea transparente y fría de país que intentó imponerse en el Chile que buscó en el iceberg su más precisa metáfora en el Pabellón de Chile, en la Exposición 39 Universal de 1992 en Sevilla12. “El iceberg representaba el estreno en sociedad del Chile Nuevo, limpiado, sanitizado, purificado por la larga travesía del mar. En el iceberg no había huella alguna de sangre, de desaparecidos. No estaba ni la sombra de Pinochet. Era como si Chile acabara de nacer”, escribió el sociólogo Tomás Moulian tras la muestra de Sevilla donde Chile fuera representado por un inmenso trozo de hielo antártico13. Pero el iceberg, desde luego, era solo la parte visible, apenas la punta de una masa informe que se mantendría bajo el agua durante varias décadas más. Era, en sí mismo, un fragmento: un trozo que develaba una operación de ocultamiento y cinismo que finalmente resultaría fallida. Chile buscaba blanquearse simbólicamente, pero tal blanqueamiento no sería posible y solo propiciaría la reemergencia de lo escindido, lo fragmentado, con aún más vehemencia. Y en este contexto, el de la emergencia de lo sumergido, El caso de las cajitas de agua reedita las críticas sumergidas a un modelo de país. La obra excede una lectura limitada a la conjura del trauma dictatorial, apuntando con su serie de violencias inacabadas, con su serie informe de fragmentos, al frío futuro anunciado por el iceberg y reposicionando, en el presente y de cara a un futuro incierto, una pregunta clave: si será posible o no remembrar el país.

  1. Christa Wolf, Medea (Buenos Aires: Cuenco de plata, 2015), 143. ↩︎
  2. Para un análisis más completo del caso de Rosa Faúndez, ver Alia Trabucco Zerán, Las homicidas (Santiago: Lumen, 2019). ↩︎
  3. Nelly Richard, Critica de la memoria (Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2010), 17 ↩︎
  4. Pablo Chiuminatto, “Un paisaje referencial”, en: Josefina Guilisasti, Pinturas (Santiago: NeoOils, 2005), 56-71. ↩︎
  5. Norman Bryson, Looking at the Overlooked: Four Essays on Still Life Painting (Cambridge: Harvard University Press, 1990), cap. 4: “Still Life and ‘Feminine’ Space”, 143-144. ↩︎
  6. Pablo Chiuminatto recuerda en su texto sobre Guilisasti una célebre leyenda narrada por Plinio en su Historia natural: una competencia de pintores donde vencería aquel que lograra engañar mejor. Según esta historia, uno de los artistas, Zeuxis, pintó un racimo de uvas tan perfecto, tan real, que las aves se acercaron a picotear el fruto. Pero enseguida Parasio, su contendor, presentó la pintura de una cortina, una cortina tan real que el propio Zeuxis le pidió que la descorriera para así ver la verdadera pintura. Guilisasti, en su obra, desplaza la pintura y la reemplaza por la fotografía, un medio supuestamente más cercano a lo real, pero que en este caso revela las trampas de esa supuesta cercanía. ↩︎
  7. Bryson, Looking at the Overlooked: Four Essays on Still Life Painting (Cambridge: Harvard University Press, 1990), cap. 4: “Still Life and ‘Feminine’ Space”, 143-144 ↩︎
  8. Linda Nochlin, The Body in Pieces: The Fragment as a Metaphor of Modernity (Londres: Thames and Hudson, 1994), 57 ↩︎
  9. Rosalind Krauss, Formless: A Users Guide (Cambridge: MIT Press, 1997), 237 ↩︎
  10. Citado por Glen Close, “Corpse Photography in Roberto Bolaño’s Estrella distante and Cristina Rivera Garza’s Nadie me verá llorar”, Bulletin of Spanish Studies, 91.4 (2014): 595-616 ↩︎
  11. Pablo Chiuminatto, “Un paisaje referencial”, Josefina Guilisasti, Pinturas (Santiago: NeoOils, 2005), 56-71.
    ↩︎
  12. Tomás Moulian, Chile actual: Anatomía de un mito (Santiago: LOM Ediciones, 1997), 21. ↩︎
  13. “El iceberg antártico que se expondrá en la Expo 92 levanta una fuerte polémica en Chile”, El País, 28 de noviembre de 1991, acceso el 13 de diciembre de 2017. http://elpais.com/diario/1991/11/28/sociedad/691282803_850215.html
    ↩︎