Algo gemelar o, quizá, mellizo habita la fotografía de Paz Errázuriz. Algo que inscribe y excede la tendencia de la artista a fotografiar dos cuerpos de manera simultánea o a estudiar el reflejo de alguno sobre la superficie pulida del espejo. Algo que apela críticamente a la propiedad binocular de la visión para deshacer su ilusiva integralidad. Algo que conecta la figura dual de su fotografía con otra, la de la fotógrafa y su fuera de campo. Algo que permite anexar un cuerpo a otro sin reparar su falla. Algo que perturba la dualidad debido a su capacidad de entablar comunicación entre el cuerpo fotografiado y aquel otro que materialmente yace fuera del encuadre. Hay algo en el trabajo fotográfico de Paz Errázuriz que da cuenta de la anomalía de la copia, del fracaso de la reproductibilidad de toda fotografía, de la disparidad del reflejo, de la enfermedad constitutiva de la imagen. Hay algo en la compleja dualidad de su fotografía que estremece.

La artista chilena Paz Errázuriz ha sido reconocida y celebrada dentro y fuera de Chile. Su fotografía se ha interpretado como la politización de aquellos cuerpos invisibilizados o suspendidos por la dictadura y la censura, pero también por la mirada profiláctica de la modernidad visual1. Los de Paz son cuerpos ancianos, travestidos, enmascarados, racializados, golpeados, enfermos, enloquecidos, femenizados, ciegos. Errázuriz se cuela en el hospital psiquiátrico, en las galerías y pasillos adyacentes a iglesias y templos, en el burdel, en el gimnasio, en las pistas de baile y del circo, en los pueblos originarios, para proponerles a sus modelos un contrato de correspondencia: un cuerpo a cuerpo que se torna irresistible ante al guiño mecánico de Paz.

Mas no se trata de un intercambio automático, de una mera transacción, ni de un contrato urdido en el anonimato o en lo fugaz. Porque Paz Errázuriz no roba, ni se aferra a lo instantáneo. Es decir, no procede como otros fotógrafos callejeros, artistas que disparan a diestra y siniestra con el fin de sorprender al paseante y generar el choque necesario para fijar lo desconocido, lo ominoso o irrepetible —como sucede con el fotógrafo estadounidense Bruce Gilden, para nombrar solo a uno—. El contrato fotográfico que entabla Paz con aquellos que posan para ella se fragua en una temporalidad ajena a la gratificación de lo inmediato, a la transacción banal, a la instantaneidad que han definido las prácticas contemporáneas de la fotografía. Errázuriz desacelera la velocidad que domina la inmediatez visual: del fotomatón al selfie, de la polaroid al smartphone. Su trabajo apuesta por una temporalidad que no responde a la lógica productivista del 24/7 que Jonathan Crary define como la coincidencia activada por el capitalismo tardío entre el sujeto humano y la infraestructura global de trabajo y consumo ininterrumpidos2 , ni al contrato cerrado de la fotografía profesional. En cierto sentido, su anacrónica temporalidad no descarta el fracaso; por el contrario, parece incorporarlo como poética, como punto de partida imprescindible para poder apretar el disparador.

Podría decirse que la fotografía más exitosa de Paz Errázuriz corresponde a aquella que no ve la luz, que se ha desechado, guardado o que simplemente no ha llegado a ser. Pero esto despolitizaría su decisión de mostrar, su valiente política de revelar estos cuerpos, y podría confundir su fotografía con un proyecto conceptual. La artista propone un contrato en el que los fotografiados ceden gustosos una huella de sí mismos para elaborar algo que intuyen pero que, a fin de cuentas, no está bajo su control ni tampoco está del todo asegurado. En este sentido, quiero insistir en que la función fotográfica de Paz Errázuriz se empecina en la incertidumbre que significa mostrar al otro, en la incierta correspondencia visual que amerita un necesario salto al vacío y la probabilidad, casi necesidad, de su fracaso. La fotografía de Paz instala la duda acerca de la otredad que, además, constituye de por sí el enigma de toda fotografía.

La crítica que ha revisado el trabajo de Errázuriz ha insistido en cómo la artista instala una mirada que destituye tanto la jerarquización de los cuerpos como la propensión a redimirlos, una mirada desnuda que no juzga ni protege, que no pontifica ni concede. Se ha dicho que Errázuriz agencia la singularidad sin propiciar la violencia fetichizante de quien coloniza un deseo3; que su fotografía elimina la posibilidad de no ver e instala un artefacto capaz de ver más allá del documento etnográfico para perforar la mirada del científico y dar un salto a las políticas de las emociones4; que su cámara hace estallar tanto los géneros uniformados como las uniformaciones del género, signos controlados por un sistema represivo5. Todo lo anterior es cierto y, más aún, preciso. No obstante, se les ha concedido menor atención a todas aquellas operaciones que exceden la dimensión más inmediata de su política, aquellas que incorporan a los cuerpos fotografiados en las mecánicas del dispositivo fotográfico, aquellas que atacan directamente al dispositivo para abrir una compuerta de emancipación. La política de sus imágenes no acaba en la acción de hacer ingresar a estas pieles negadas y despreciadas en la historia de la fotografía, ni en suplir la desaparición de la mirada del otro de los confines de la alta historiografía de la cultura visual.

Entiendo el trabajo de Paz Errázuriz como una profunda discusión sobre el objeto visual y el imperativo de la visualidad en tiempos difíciles; como una operación que, gestada sobre la dualidad intrínseca del dispositivo fotográfico —su codificación binaria— ataca despiadadamente la programación visual que oprime y enferma a sus protagonistas. En este sentido, más que ofrecerles a aquellos cuerpos negados y deleznados política y fotográficamente un espacio privilegiado, el del marco fotográfico y, por lo tanto, el de la institución artística o el de una identidad o alteridad nacional, sus imágenes activan la política de estas sensibilidades desnaturalizando los mecanismos y aparatos que históricamente las han capturado. Allí yace la radicalidad de sus mecánicas, la politicidad de sus imágenes.

Me propongo, entonces, pensar en una serie fotográfica de Paz Errázuriz, donde la duplicación se convierte en una práctica que excede la visibilización de los cuerpos fotografiados. Al respecto, La manzana de Adán, a mi modo de ver, constituye una intervención fundamental para pensar la imagen. Fue publicado en 1990 como fotolibro y realizado, en estrecha colaboración, con la escritora Claudia Donoso. Y, desde esta perspectiva, tal intervención también está marcada por un desafío dual: la invitación por parte de la fotógrafa a una escritora con el fin de entablar una correspondencia capaz de penetrar la complejidad de la producción visual del otro6. Asimismo, esta serie aborda la amenaza de la enfermedad, el sida, como figura que no romantiza ni celebra la precaria alteridad, sino que funciona política y fotográficamente para exponer la anomalía de la cultura de la copia, para afiebrar y enloquecer la imagen duplicada como única posibilidad emancipatoria que ofrece la fotografía de las alteridades más comprometidas de la historia. Como Hillel Schwartz postula, cuanto mejor dominamos las técnicas de duplicación y las prácticas de la copia, más confusas se tornan las nociones de lo único y lo original7. Es en esta figura de la dualidad, anómala y enferma, febril y arrebatada, seropositiva y psicótica, donde se trama la brillante revisión que Paz Errázuriz propone sobre la fotografía y la otredad, sobre la fotografía como otredad. En ella se gesta el histórico estudio de la enigmática duplicación de la trama fotográfica de Paz.

Fig. 1. Paz Errázuriz, La Manzana de Adán, 1981-1989

La manzana de Adán se funda en una operación ligada al fracaso. En los años ochenta, Paz Errázuriz comenzaba a fotografiar a un grupo de prostitutas que trabajaban en un local de Santiago. Sin embargo, poco después de empezar, las mujeres le pidieron a la fotógrafa que nunca mostrara las imágenes, que jamás las hiciera públicas. Paz así lo hizo y nadie hasta el momento ha podido ver aquellas fotografías disparadas en las noches irrespirables de la dictadura. Al mismo tiempo, en el proceso de fotografiar a estas mujeres, Errázuriz se percató de que la reticencia fotográfica de ellas contrastaba con la de otros cuerpos que, por el contrario, manifestaban una desmesurada atracción por su cámara8. Fue entonces cuando Paz decidió fotografiar a los travestis/prostitutos, como se autodenominaban estas estrellas de la noche9. La artista comenzó, entonces, a frecuentar las recámaras oscuras de La Jaula en Talca y La Palmera en Santiago, donde ellos operaban y escenificaban una compleja revisión del género. En estos espacios precarios e inmundos para algunos es donde precisamente se despliega una aguda reflexión sobre las posibilidades plásticas del cuerpo, la emancipación del género y la sintética materialidad del sexo.

Fig. 2. Paz Errázuriz, “La Palmera”, de la serie La Manzana de Adán, 1981-1989

Con esta serie, exhibida por primera vez en el Australian Center for Photography en 1987, Errázuriz indaga en el oficio de los trabajadores sexuales, pone en escena su transformación cosmética, la construcción prostética de estos cuerpos amantes de la esquina. Con su cámara, la artista interviene las recámaras desde donde ellos producen una sofisticada revisión iconográfica del cuerpo sexuado. Porque La manzana de Adán no esconde la histórica parafernalia necesaria para feminizar un cuerpo, para instalar un signo que ocupa ahora una superficie epidérmica a la que no le ha sido asignado. Desde su propio título, La manzana de Adán hace referencia al uso de la cinta de terciopelo, esa prótesis que oculta la protuberancia capaz de delatar el travestismo de un cuerpo. Aunque, en cierto sentido, esta cinta ampute simbólicamente el último signo de la virilidad como figura de origen, lo estrangule si se quiere, el trabajo fotográfico no intenta borrar la asignación del sexo como marcador del cuerpo. Al contrario, como lo hacen sus protagonistas, las fotos exhiben los mecanismos de transformación, hacen explícita la metamorfosis de un cuerpo. La fotógrafa juega con la ilusión óptica, con la capacidad si se quiere insectaria de la escena travesti —como ya sostenía la teoría de la simulación asentada por el escritor cubano Severo Sarduy10—, para producir una conmoción en el cuerpo, en el género, en el sexo, en sus políticas y estéticas, en toda su erótica. Porque, a fin de cuentas, lo que esta serie propone radica en un desconocimiento absoluto del origen, en una desnaturalización de los originales del sexo11.

Quiero proponer cómo se trama esta idea, quiero volver a cómo se inicia la desacreditación de la naturaleza del cuerpo. Como ya adelanté, el relato fotográfico se gesta en la duplicación como efecto y como tropo. Los espejos, los cuerpos reflejados y reproducidos, la conexión entre quienes posan, son todas figuras que parecen discutir la capacidad intrínseca que la imagen fotográfica tiene de duplicar, la supuesta condición reflexiva y mimética de la fotografía. En cierto sentido, las imágenes de Paz Errázuriz se pasean por la acuosa historia fotográfica, y encuentran en el mito de Narciso la que quizá constituye la primera poética fotográfica de la historia de Occidente. Paz echa mano del enigma de la duplicación y la reflexión, para poco a poco notar y hacer notar la anomalía que inscribe todo reflejo.

A diferencia de otros antecedentes chilenos, como el Bar Los siete espejos de Sergio Larraín (1963), el trabajo de Paz Errázuriz asienta la asimetría que genera la imagen especular para así descontinuar y desnaturalizar, como ya adelantaba, la oposición binaria. Es decir, la falla de Narciso se asienta cuando la imagen reflejada se reproduce como anomalía. El deseo de un cuerpo de producir su duplicado, la cultura de la copia que ha dominado la pulsión imaginativa de Occidente se interrumpe por un salto en la imagen, por el fracaso del amor que instándose sobre sí mismo en una búsqueda de producir un doble idéntico, se vuelve siempre un deseo por el otro que hace estallar la falla de la imagen, el error del espejo. En cierto sentido, en los ochenta, Errázuriz desarrolla una reflexión sobre la que más tarde otros fotógrafos indagarán.

Las fotografías de Paz revelan que el reflejo difiere del cuerpo que lo crea, que toda fotografía desnaturaliza, que el cuerpo del otro es siempre una anomalía, que no estamos hechos a imagen y semejanza. De allí también, la dualidad de su título: la otra cara del nombre de la serie que apela al episodio bíblico. La manzana de Adán cita la consolidación del dimorfismo del sexo, indaga en el fin edénico de la pareja fundadora para revisar cómo se instala y sella la violencia inscrita en la oposición binaria masculino-femenino. En este sentido, la serie echa mano de esta otra manzana, destapa y propone un nuevo comienzo, nunca como origen sino como punto de partida para instalar un nuevo paraíso en La Palmera, un novedoso comienzo en La Jaula. Fotográficamente, Paz Errázuriz parte de lo doble, de la dualidad, para enseguida probar la multiplicación que constituye toda copia, la adulteración que a fin de cuentas hace posible la cámara fotográfica en la era de la reproductibilidad infinita.

Y esto está inscrito en la matriz de La manzana de Adán. No olvidemos que la serie fotográfica se centra en un relato fundacional: los dos hijos de Irene: Evelyn y Pilar. Esta pareja, origen del proyecto de Paz, reescribe la dualidad, la figura gemelar o melliza que organiza la composición de la serie sobre la que escribo. Es a propósito de esta hermandad que se construye el relato, se funda la serie y el fotolibro publicado originalmente por la Editorial Zona en 1990. Incluso, la crónica fotográfica hace referencia a la estatua de la famosa loba romana que amamantó a Rómulo y Remo, ubicada en frente de la estación de trenes de Talca. Evelyn y Pilar, Rómulo y Remo, posibilitan las incertidumbres del género cuando el fotolibro excede el nombre de pila, históricamente ligado al género, y arruina este último: PiliPilar-Keko-Sergio y Evelyn-Eve-Leo-Leonardo Paredes Sierra. En cierto sentido, la operación ya se anticipa cuando Claudia Donoso relata: “Llegamos a Talca una noche de julio… sobre una columna de cemento supuestamente en ruina, una loba romana… Rómulo y Remo rodaron mamando en el terremoto de 1985, un año después de nuestra estadía en La Jaula, el prostíbulo de Maribel, que también se convirtió en escombros con el sismo”12.

Fig. 3. Paz Errázuriz, “Pilar”, de la serie La Manzana de Adán, 1981-1989
Fig. 4. Paz Errázuriz, “Evelyn”, de la serie La Manzana de Adán, 1981-1989

Por lo tanto, Paz Errázuriz instala la dualidad y no el binarismo, para poder desprogramar las operaciones tanto duales como binarias. Como ha enfatizado el trabajo de Rita Segato, binarismo y dualismo no son figuras sinónimas. Para operativizar la diferencia, la antropóloga argentina historiza dos figuras que se intersectan en la dominación. Es decir, Segato ha propuesto las relaciones entre lo que ha denominado mundo-aldea o mundo pre-intrusión y la modernidad colonial o la colonial modernidad para probar cómo se intersectan el patriarcado de alta intensidad, propio del modelo colonial, y el patriarcado de baja intensidad, modelo de la preintervención. Desde esta perspectiva, insiste en la diferenciación de dos modalidades: el binarismo y el dualismo, respectivamente. Su hipótesis propone cómo el carácter binario y siempre colonial del Estado avanza, interviene y descompone peligrosamente la trama comunitaria dual del mundo-aldea13. Entonces, por su capacidad de generar un patriarcado de baja intensidad, Paz echa mano de la dualidad en su composición, en el aparentemente inofensivo tropo del reflejo, la pareja y lo doble, ahora como figura proclive a ser quebrada y desconfigurada para, a partir de ella, activar la máxima duplicación. Es decir, Errázuriz se aprovecha de la baja intensidad patriarcal de la dualidad, para hacer estallar con su desactivación tanto lo dual como lo binario.

Las múltiples reflexiones que imantan estas fotografías logran desnaturalizar tanto el binarismo como la dualidad. Funcionan como aquellas recámaras de infinitos espejos creadas por la artista japonesa Yayoi Kuzama. El origen de la reflexión se disemina en una trama de reflejos, de espejos que se reflejan mutuamente hasta el infinito, como un caleidoscopio que disipa ante nuestros ojos el origen del mundo. Al hacer desvanecer los signos del binarismo edénico, el hombre y la mujer quedan destituidos. La nueva pareja da cuenta del género hecho pedazos. Sin tener que acudir a estas salas de infinitos espejos, el trabajo de Paz Errázuriz escenifica la infinita reflexión que extravía, en su camino, los papeles originales sellados en el preciso momento en que Eva tentó a Adán con la manzana.

Pero recordemos que, en el relato bíblico, la manzana conlleva una serie de consecuencias que no se limitan a la expulsión del paraíso, sino que inauguran la desnudez, el dolor, la enfermedad y la muerte. De manera súbita, la manzana hace que la primera pareja sea proclive a enfermarse y a morir, que se vuelva mortal. La crítica de La manzana de Adán se ha centrado en la reducción simbólica de estos cuerpos ante la hegemonía del hetoropatriarcado y la censura moral de la dictadura. No obstante, quiero consignar que la serie también incorpora, aunque sea de manera indirecta, otra figura letal para los pobladores de estas superficies. Aunque la crónica de Claudia Donoso que acompaña las fotos de Paz da cuenta de que ninguno de ellos le tenía miedo al sida14, la epidemia envuelve estos cuerpos, los amenaza de muerte. La plaga se evidencia en el estado de excepción en el que se escenifican sus coreografías.

Llama la atención que el relato chileno más provocador y, quizá, el más influyente escrito sobre el sida en Latinoamérica, Loco afán: crónica del sidario de Pedro Lemebel, use la fotografía para proponer una conexión temporal y hasta un pacto entre violencia política y epidemia. Es decir, Lemebel parece encontrar o, si se quiere, inventar su nueva historia del sida en la materialidad de una fotografía. Tras describir una última fiesta travesti ocurrida en el último año de la Unidad Popular, la crónica se percata de una fotografía que ha sobrevivido a la catástrofe:

De esta fiesta sólo existe una foto, un cartón deslavado donde reaparecen los rostros colizas lejanamente expuestos a la mirada presente. La foto no es buena, pero salta a la vista la militancia sexual del grupo que la compone. Enmarcados en la distancia, sus bocas son risas extinguidas, ecos de gestos congelados por el flash del último brindis. Frases, dichos, muecas y conchazos cuelgan del labio a punto de caer, a punto de soltar la ironía en el veneno de sus besos. La foto no es buena, está movida, pero la bruma del desenfoque aleja para siempre la estabilidad del recuerdo. La foto es borrosa, quizá porque el tul estropeado del sida entela la doble desaparición de casi todas las locas15.

Lo borroso de la foto e, incluso, como relata más adelante esta primera crónica de Loco afán, la huella mohosa del papel, hace estallar en la propia materia fotográfica la relación entre dictadura y sida, la fantasmática vinculación entre el cadáver político y el cadáver de la epidemia. No obstante, lo más interesante de esta primera crónica de Loco afán radica en ubicar tal intersección materialmente; o sea, localizarla en la propia materialidad de la foto para entonces advertir una única desaparición, un único cadáver. Incluso, la decoloración de la fotografía que hace indiscernible si la foto ha sido hecha originalmente en blanco y negro o en color —lo cual también tiende un puente entre las dos décadas comprometidas, los setenta, del golpe, y los ochenta, del sida—, una vez más, devela el pinchazo, el punctum que le da sentido a ambas cesaciones del cuerpo:

Es difícil descifrar el cromatismo, imaginar colores en las camisas goteadas por la escarcha del invierno pobre. Solamente el aura de humedad amarilla es el único color que aviva la foto. Solamente una mancha mohosa enciende el papel, lo diluvia en la mancha sepia que le cruza el pecho a la Palma. La atraviesa, clavándola como a un insecto en el mariposario del sida popular16.

La aguja perpetra la dolorosa comunicación entre ambos eventos, ambos exterminios17. Perfora a la vez el cuerpo y la foto, abre un agujero como vaso comunicante. De alguna manera, la materia fotográfica resulta propensa a inscribir en la materia mohosa, enferma, de la imagen, la emancipación de la propia fotografía.

Este agujero también se encuentra en el trabajo de Errázuriz, solo que la fotografía de Paz da cuenta de esta doble desaparición en la propia intersección de ambas temporalidades: la del sida y la de la dictadura. La fotógrafa advierte cómo ambas anidan al mismo tiempo, una misma materia epocal.

La epidemia constituye el arma viral del exterminio. La enfermedad sobrevuela la fotografía de Errázuriz porque constituye la amenaza más directa a estas sensibilidades. La enfermedad se activa, entonces, como figura necropolítica. Sin embargo, en cierto sentido, pese a su condición binaria, la fotografía logra fijar una imagen que genera una sobrevida, una vida capaz de extenderse más allá de la muerte. Susan Sontag ha discutido la relación entre fotografía y muerte, así como las metáforas de la enfermedad y el sida. La manzana de Adán también funciona como sepultura, como cementerio de todos esos cuerpos que quizá no fueron velados, que posiblemente nunca fueron reclamados o solo pudieron ser llorados clandestinamente. La desaparición de muchos de ellos no se debió a la brutalidad de la dictadura sino al pacto del sistema con el virus. Como la decolorada foto que rescata Lemebel, las fotografías a blanco y negro de Paz Errázuriz fijan el goce de su plenitud material o, como mencioné antes, el último año de su fantasía insectaria. No obstante, esta sepultura no se debe únicamente a la urgencia de fijar sus corporalidades desechas o amenazadas, y proponer la fotografía como mortaja de luz y de sombras; sino principalmente a su paradójica capacidad de contradecir el blanco y negro del binarismo fotográfico18. La manzana de Adán de Paz Errázuriz logra fijar los cuerpos barridos por las operaciones virales de la mundialización, por los sueños de exterminio que hacen de ellos un blanco de guerra.

El contrato de Paz

Ver a Paz Errázuriz en acción es todo un acontecimiento. Entender el contrapunto que se produce entre su rapidez de movimientos y el contrato de su fotografía necesitó en mí de un ajuste. Recuerdo que una de las primeras veces que me reuní con la artista en su estudio me resultaba difícil seguir la velocidad de su cuerpo, me impresionaba la celeridad con la que se desplazaba de un lugar a otro. Recuerdo también cuando me citó para que viéramos un trabajo que había expuesto. Se trataba de la serie Ceguera, que para el momento no había “visto la luz”, una pieza exhibida en una marquesina lateral, perdida en una galería del centro de Santiago. No se trataba de una galería de arte, sino de un pasillo comercial algo deshabitado, en cuyas vidrieras se exhibían dos de sus fotos, dos retratos de ciegos que paradójicamente enmarcaban una óptica, es decir, un establecimiento de venta de anteojos e instrumentos para mejorar la visión. Estos retratos (de) ciegos, expuestos de forma binocular, de manera simétrica, a su vez, disputan la dicotomía visión/ceguera. De nuevo, su trabajo destituye el contrato óptico de la fotografía.

Mi discusión sobre la dualidad de la fotografía de Paz Errázuriz no pretende instalar una revisión formalista de su trabajo. O, debería decir, más bien, que mi reflexión sobre la forma se debe a que en ella se sintetiza la figura desde donde la fotógrafa gesta la politicidad de su trabajo. Una vez más, no resulta suficiente reiterar la decisión de Paz de visibilizar estas comunidades negadas, desprovistas de representación. Su operación es más compleja e interesante. Eduardo Cadava ha argumentado que para Siegfried Kracauer, el fin de la fotografía no radica en reproducir un objeto dado, sino más bien en su capacidad de separarlo de sí mismo; es decir, “lo que hace a la fotografía ser fotografía” no recae en su facultad de presentar lo que ella puede capturar, sino en su fuerza de interrupción19. La fotografía de Paz Errázuriz perpetra una sistemática interrupción del binarismo, de aquella inscrita en el propio dispositivo y en el viejo pacto ético del cuerpo fotografiado como rapiña, para abrir un nuevo contrato, un marco que sea testigo de los centros del amor y del cuerpo, de las razones por las que tanto la fotógrafa como los espectadores que observamos nos anexamos estas otras vidas. Allí radica una figura fundamental en el trabajo de esta deslumbrante artista, un mecanismo oculto en la superficie ética y estética de sus fotos.

Quiero, además, insistir en que estas comunidades no buscan una reivindicación fotográfica, no claman por una rectificación de la historia. Ellas no piden nada. Cuando Paz les muestra las fotografías que ha sacado a los modelos de La manzana de Adán, se decepcionan. Esperaban que Paz hiciera estallar el color en sus fotografías20. El blanco y negro, convención que paradójicamente legitima a estos colectivos en la historia de la fotografía de autor, les resulta insuficiente21. Con esto quiero asentar que el contrato de Paz no constituye un contrato de redención, ni como dije, propone una reivindicación automática de comunidades que no han pedido empoderarse fotográficamente. Lo que sí produce este contrato es una absoluta revisión de los modelos fotográficos, los límites de su captura y la condición dual y binaria del dispositivo.

Para finalizar, en este texto he hecho uso de la noción de contrato para con ella, además de desplegar mi tecnología y entendimiento de la fotografía y la visualidad como articulaciones que van más allá de aquello que enmarca el cuadro fotográfico o la imagen, convocar la discusión que consigna Ariella Azoulay en su libro The Civil Contract of Photography. La crítica israelí propone una nueva aproximación ontológico-política a la fotografía a partir de la reexaminación del contrato celebrado entre la mirada y la fotografía de los cuerpos palestinos, desprovistos de ciudadanía en su condición de víctimas del conflicto. El contrato, entonces, da cuenta de su sujeción al dominio soberano. La hipótesis de Azoulay reside en que, si la imagen produce un efecto no intencional que reúne a sus diferentes participantes —fotógrafos, cuerpos fotografiados, esperadores y dispositivo—, todos bajo la dominación del Estado soberano, sin embargo, todavía puede contar con la posibilidad de suspender el gesto del poder que domina sus relaciones22. El contexto que envuelve el problema de Azoulay, la ocupación de Palestina y la segunda Intifada, difiere del trabajo de Errázuriz, pero se basa en la figura binaria que inscribe la ciudadanía. El contrato civil de la fotografía constituye una alteración e interrupción del modelo fotográfico que halla en la reordenación de la práctica de observar el sufrimiento la clave de un nuevo encuentro.

Paz Errázuriz ocupa el modelo dual de la fotografía, se detiene en la condición binocular de la imagen fotográfica, en la reproductibilidad de la foto, para urdir un contrato en el que la única correspondencia sea la posibilidad de sitiar y, por lo tanto, desprogramar las figuras históricas, mecánicas y ahora electrónicas del dispositivo fotográfico. Incluso, su trabajo interrumpe la dualidad con la que ha sido pensada y mostrada la fotografía. Por ejemplo, la histórica e influyente exposición de 1978 del MoMA, Mirrors and Windows: American Photography since 1960, bajo la curaduría de John Szarkowski, enmarcó la comprensión fotográfica en una dualidad: la del espejo, capaz de reflejar el retrato de su autor, y la de la ventana, a través de la que puede verse mejor el mundo23.

La manzana de Adán ofrece una teorización sobre la imagen en tiempos difíciles que difiere del dualismo y binarismo institucional de la fotografía para indagar en la interrupción perpetrada por aquellos que nunca más serán anónimos o carecerán de sepultura.

Porque a fin de cuentas, ahora, todos estos cuerpos descansan en Paz.

  1. La invisibilización de estas comunidades constituye una de las tácticas de desaparición aplicadas a las artistas mujeres. En su problematización de la historia del arte y de las prácticas curatoriales, Cecilia Fajardo-Hill ha propuesto la categoría de invisibilización como figura clave para dar cuenta de la ausencia de mujeres en el influyente canon del arte chicano y latinoamericano. Cecilia Fajardo-Hill, “The Invisibility of Latin American Women Artists: Problematizing Art Historical and Curatorial Practices”, en Cecilia Fajardo-Hill and Andrea Giunta, Radical Women: Latin American Art, 1960-1985 (Los Angeles, Munich, Nueva York: Hammer Museum, DelMonico Books, Prestel, 2017), 21. ↩︎
  2. Jonathan Crary, 24/7: Late Capitalism and the Ends of Sleep (Nueva York: Verso, 2013), 3. ↩︎
  3. Juan Pablo Sutherland, “Ensoñación y ficciones de identidad”, en Paz Errázuriz y Claudia Donoso, La manzana de Adán (Santiago: Fundación Ama, 2014), 21. ↩︎
  4. Andrea Giunta, Feminismo y arte latinoamericano: historias de artistas que emancipan el cuerpo (Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2018), 240. ↩︎
  5. Nelly Richard. “Introducción”, Poéticas de la disidencia: Paz Errázuriz – Lotty Rosenfeld (Santiago: Barcelona Polígrafa DL, Catálogo del pabellón de Chile en la 56 Esposizione internazionale d’arte La Biennale di Venezia, 2015), 46. ↩︎
  6. El problema de la pareja en el trabajo de Paz Errázuriz ha sido abordado críticamente. Con especial énfasis, se ha discutido la invitación que la fotógrafa hace de manera recurrente a otras artistas para que investiguen juntas la imagen. Nelly Richard ha dado cuenta de cómo la invitación involucra “la formación de duplas, yuntas, de asociaciones entre pares” que desafían el mito patriarcal de autor, como continuidad entre autoría y autoridad. Asimismo, en su lectura de El infarto del alma, colaboración de Paz Errázuriz con la escritora Diamela Eltit, Julio Ramos insiste en que esta práctica no solo pone en juego la ley del nombre y la autoría, sino “el interdicto de la propiedad, la atomización del trabajo profesionalizado, institucional”. De acuerdo con Ramos, esta producción entre dos desborda y excede la instrumentalidad, economía y soledad del nombre propio. Nelly Richard, “Introducción”, Poéticas de la disidencia: Paz Errázuriz – Lotty Rosenfeld, 52. Julio Ramos, Sujeto al límite: ensayos de cultura literaria y visual (Caracas: Monte Ávila Editores, 2011), 158 ↩︎
  7. En su libro, Schwartz se pregunta si no es precisamente en lo parecido, en la construcción de la semejanza de lo dual, donde se disipan los problemas morales más complejos de nuestro mundo y nuestros tiempos. Hillel Schwartz, The Culture of the Copy: Striking Likeness, Unreasonable Facsimiles (Nueva York: Zone Books, 1996), 11. ↩︎
  8. Paz Errázuriz y Claudia Donoso. La manzana de Adán (Santiago: Zona Editorial, 1990), 51. ↩︎
  9. Sigo la manera en que La manzana de Adán se refiere a estas poblaciones para dar cuenta del momento de producción del trabajo. Asimismo, mantengo el género masculino para insistir en la figura travesti que domina la sociabilidad del discurso, pero entendiendo los límites y la insuficiencia de su uso. ↩︎
  10. Severo Sarduy, Escrito sobre un cuerpo: ensayos de crítica (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1969). ↩︎
  11. Debo recordar que cuando Paz Errázuriz mostró por primera vez La manzana de Adán, aún no había aparecido un libro que inscribiría un camino y todo un glosario sobre la teoría de género. Me refiero al libro de Judith Bulter, Gender Trouble [El género en disputa], originalmente publicado en 1990, el mismo año en que salió La manzana de Adán como fotolibro. Subrayo esto para entender que el trabajo de Errázuriz y Donoso logra articular algo que todavía no estaba asumido plenamente, incluso como campo, en la teoría del género y la sexualidad. ↩︎
  12. Paz Errázuriz y Claudia Donoso, La manzana de Adán (Santiago: Zona Editorial, 1990), 19. ↩︎
  13. Rita Segato, La guerra contra las mujeres (Madrid: Traficantes de sueños, 2016), 113. ↩︎
  14. Paz Errázuriz y Claudia Donoso, La manzana de Adán (Santiago: Zona Editorial, 1990), 41. ↩︎
  15. Pedro Lemebel, Loco afán: crónicas de sidario (Madrid: Anagrama, 2000), 19. ↩︎
  16. Pedro Lemebel, Loco afán: crónicas de sidario, 20. ↩︎
  17. Javier Guerrero. “Las metástasis de la mariposa: Pedro Lemebel y el archivo analfabeto”, Cuadernos de Literatura 23, 46 (2019), 129. ↩︎
  18. En una entrevista privada con Paz Errázuriz que conduje en Santiago de Chile en julio de 2019, la fotógrafa me confirmó que una de las razones de su muy celebrado uso del blanco y negro estaba ligada a la censura dictatorial. Es decir, la fotografía a blanco y negro le permitía controlar su trabajo ya que la ampliación y el revelado fotográficos eran manejadas únicamente por ella; mientras que la fotografía en color requería de equipos que no controlaba. Asimismo, Paz Errázuriz relató que una vez, durante la dictadura, tras mandar a revelar unos negativos en color, recibió los originales velados. ↩︎
  19. Eduardo Cadava, Trazos de luz: tesis sobre la fotografía de la historia (Santiago: Palinodia, 2014), 39. [Traducido por Paola Cortés Rocca]. ↩︎
  20. La inclusión de fotografías en color de la nueva edición de La manzana de Adán, publicada en 2014 por la Fundación Ama, puede entenderse como una ofrenda, un tributo que con el color intenta reparar una decepción, un tributo de amor. ↩︎
  21. En una aguda reflexión sobre fotografía y violencia, Gabriela Nouzeilles recuerda que la decisión de la artista estadounidense Susan Meiselas de fotografiar en color la Revolución Sandinista de 1979, generó una amplia polémica en la que, incluso, se le acusó de hacer turismo de guerra en el tercer mundo o de estetizar la tragedia de un país. Gabriela Nouzeilles, “Theater of Pain: Violenca and Photography” PMLA 131.3 (2016), 714-715. ↩︎
  22. “The civil contract of photography assumes that, at least in principle, the governed possess a certain power to suspend the gesture of the sovereign power seeking to totally dominate the relations between us, dividing us as governed into citizens and noncitizens thus making disappear the violation of our citizenship”. Ariella Azoulay, The Civil Contract of Photography (Nueva York: Zone Books, 2008), 21. [Traducción de Branden Wayne Joseph]. ↩︎
  23. John Szarkowski, Mirrors and Windows: American Photography since 1960 (Nueva York; Museum of Modern Art, 1978), 25. ↩︎