En 1975 la teórica feminista Laura Mulvey acuñó el término male gaze (que, literalmente se traduce a mirada masculina), para referirse a cómo las mujeres son vistas a través de los medios y la cultura. Esto es: superficialmente. Dejándolas reducidas a objetos. Según Mulvey la mirada masculina tiende a buscar el placer y se fija exclusivamente en la apariencia física, asignándole a las mujeres roles pasivos y complacientes. 

Si bien el concepto se refirió en sus inicios sólo a las mujeres representadas en el cine y vistas por hombres heterosexuales que las deseaban, Mulvey reconoció con la mirada masculina una fuerza omnipresente que define no sólo lo que ocurre en las películas, sino también cómo vemos a la sociedad, a las demás personas e incluso que define cómo nos entendemos a nosotras mismas. Lo cierto es que, para ser reconocidas, muchas veces primero necesitamos ser vistas. Así quién mira, no sólo observa, sino que identifica.

Fig. 1. Marilyn Monroe visita a soldados norteamericanos en Corea, 1952.

Me miró feo, me miró de reojo, me sostuvo la mirada, no pudo mirarme a los ojos. A diario experimentamos cómo la mirada afecta la realidad de aquello que ve. Y, si la mirada masculina convertía a las mujeres en estereotipos, y la mirada femenina subvirtió el objeto, después de Mulvey, posicionando a las mujeres como espectadoras, ¿qué haría una mirada queer? ¿cómo miraría? ¿a quién, qué?

Estoy viendo la premiada serie argentina El marginal, ambientada en una cárcel donde se intersectan, como en ningún otro espacio, diversas condiciones socioeconómicas, raciales y de género. Dentro de San Onofre, el centro penitenciario masculino de la ficción, para ser reconocidos y sobrevivir, sus personajes deben imponerse, dominando territorial y corporalmente a los demás. Si bien la producción tiene grandes aciertos al representar cómo se impone la masculinidad hegemónica a través del ejercicio de la violencia, también deja en evidencia que el concepto de Mulvey sigue vigente. Ya no como en los setenta, porque, se ha ido complejizando lo que entendemos por género. 

Fig. 2. Nicolás Furtado y Juan Minujín en El Marginal, 2018.

En el mundo hipermasculinizado de El Marginal las fronteras de la heterosexualidad son difusas. Hay tanto odio como deseo entre los reos y se forjan entre ellos a veces alianzas afectivas. Pero, al lado de esa “ampliación”, hay una diferencia brutal en cómo se entiende la intimidad que se da en las visitas conyugales los reos y mujeres cisgénero (es decir, mujeres cuya identidad de género coincide con el sexo que les asignaron al nacer), y por otro lado, la intimidad rejas adentro entre hombres y mujeres transgénero (como yo, cuya identidad de género no coincide con el sexo que nos asignaron al nacer). 

“El género” dice la historiadora Joan Wallach Scott es “el campo primario dentro del cual -o por medio del cual- se articula el poder” y aquí terminan de aparecer los tres conceptos generales a los que convocar en esta ponencia: la mirada, el género y finalmente: la escenificación del poder que ostentan las imágenes. Estos van a ser los tres ejes principales o nudos que voy a ir tensando, aflojando y reanudando durante esta presentación para contarles lo que vine a contarles. Que tampoco es ninguna novedad. Pero sí espero compartir con ustedes una reflexión que ha iluminado mi proyecto de investigación doctoral y que me parece que al ser enunciada aquí, en este espacio de archivo y documentación, resuena con otro alcance. 

Porque sí, en el centro de esa triada de conceptos, se encuentra, para mí el arte con el que se hace historia. Y cuando digo historia del arte me refiero a las narraciones que surgen a partir de las imágenes artísticas. Y cuando digo narraciones quiero decir perspectivas epistemológicas de la realidad en tanto construcción social. Les pido, aquí, un momento para explicarme. Mi práctica artística es la escritura. Escribo sobre lo que veo, porque reconozco la importancia que tienen las palabras y el lenguaje en el campo de lo visual, pero lo cierto es que a estas alturas me parece indisoluble la secuencia imagen-palabra-palabra imagen para pensar lo que está más allá, o más acá de lo visual. Esto es, lo político. Por eso, escribo no solo sobre lo que veo, sino también, sobre lo que me pasa. Y mi experiencia es la de una mujer transgénero que inscribe su práctica artística en lo que se denominan estudios queer.

Antes de definir qué es lo queer y poner ese concepto en contexto, siento que es necesario reparar en la acertada vinculación que hace Mulvey entre mirada y placer. No olvidemos el poder que tienen las imágenes, no desestimemos la potencia reactiva que tienen sobre nuestros cuerpos. La historia de la iconoclasia, o de la destrucción de las imágenes, es también la historia de la subversión ante el poder. ¿Por qué se destruyen las imágenes?, se preguntó en 1992 el historiador del arte David Freedberg. ¿Por qué, si son pura representación?, insistió en un nuevo texto que escribió –sobre el mismo tema– quince años después. 

Imagen que contiene comida, pastel, cubierto, tabla

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Fig. 3. Relieve dañado en la Catedral de Utrecht, profanada en 1566 durante la furia iconoclasta en los Países Bajos.

El filósofo alemán Gottfried Boehm parece responderle cuando nos recuerda que no todas las imágenes creadas son capaces de suscitar en las personas que las observan, este deseo de destrucción. Sino que exclusivamente “aquellas que representan el arcano religioso o, en el ámbito político, las portadoras de poder” (Bohem, 2007: 38). 

Les adelanto que a mí me me interesan los artistas que destruyen cosas. Los que rompen, los que hacen agujeros, los que cavan, atraviesan y los que vacían lo sólido. Esto, es porque considero importante indagar en una masculinidad no hegemónica capaz de establecer una relación creativa con la violencia y la destrucción. Pero les contaré de eso más adelante. Primero, definamos qué entendemos por queer. 

En una antología publicada por la galería Whitechapell y The MIT Press, el teórico David Getsy, reunió en 2016 a varios autores con varias aproximaciones de género bajo una sola palabra: Queer. En su introducción Gesty explica que ese concepto surgió paralelo al arte durante el siglo XX, al principio como un insulto que nombraba a los desadaptados. 

Getsy señala que recién en la década de los ‘80, en algunos contextos particulares de Estados Unidos y durante la epidemia del VIH, el término queer adquirió un valor cultural y político catalizador para artistas y pensadores. “Desde entonces lo queer comienza a señalar un desafío a la corriente principal, un abrazo a la singularidad y a la autodeterminación” (Getsy, 2016). 

A medida que se fue configurando una política queer reconocible, la estética se transformó en un asunto central. Porque el adjetivo y aparato performativo que involucra lo queer, recae primero que nada, sobre la apariencia. Es decir, cómo se ve algo y cuáles son las condiciones en las que eso aparece en el campo cultural. 

Fig. 4. Gordon Matta-Clark, Conical intersect, 1975.

No por nada, en la década de los ochenta, cuando hubo activistas que comenzaron a luchar contra las políticas gubernamentales de desinformación y negligencia en plena crisis del SIDA (primero en Norte y luego en Sur América), sus estrategias visuales fueron centrales.

Pero ¿y hoy? ¿qué señala lo queer? ¿y en el arte? ¿y en Chile? ¿Dónde está lo queer, cómo se entiende? Esta ponencia se pregunta por qué es y dónde se encuentra lo queer hoy. 

Una multitud de gente

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Fig. 5. Pedro Lemebel, Alacranes en la Marcha, 1994.

Y vuelvo al principio de esta presentación. Al releer la primera parte de este texto, reparo en que -cuando me referí a la mirada masculina-, dije “las mujeres han sido reducidas a objetos”. No dije: “la mujeres hemos sido reducidas a objetos”. Esta exclusión, involuntaria, del género con el que me identifico, en un texto de mi autoría, no es menor. Y es que incluso a veces nosotras mismas nos vemos a través de la mirada masculina. Han pasado cincuenta años desde que Mulvey escribió su ensayo y los efectos de la representación en los medios y en los textos siguen siendo particularmente agobiante para las mujeres y las disidencias. 

En El Marginal, por ejemplo, las escenas de sexo entre los reos y mujeres cisgénero, ya sea en visitas conyugales o en recuerdos de cuando estaban en libertad, están filmadas de manera íntima y gozosa, con particular detalle en las pieles de los cuerpos, que sudan y brillan a medida que se acoplan. Los directores de la serie a veces extienden estas secuencias por varios minutos durante los cuales nos queda claro que estos, son encuentros determinados por el placer, pero también por atravesados por cierta afectividad. 

En cambio, las escenas de encuentros sexuales entre hombres y mujeres transgénero dentro del recinto carcelario ocurren rápido y clandestinamente. Y generan, en vez de sudor, sangre. La relación entre esos cuerpos se da de manera brutal, casi mecánica. Como si los personajes masculinos, que siempre son los que determinan las condiciones de los encuentros, estuvieran realizando una descarga exclusivamente carnal. 

Y lo cierto es que ocasionalmente yo también me siento así, como las mujeres transgénero que aparecen en la serie. Quiero decir, invisibilizada, objetualizada, silenciada y mal entendida por una estructura mayor, de la que soy parte. Este es alcance de la mirada.

A propósito de la extraordinaria película Carol (2015), el escritor Bryan J. Lowder, sugirió que si una quisiera reducir la experiencia queer a sus componentes más básicos y universales, la profunda necesidad de buscarse con la mirada debiera estar entre los primeros de la lista. Lowder cree que las personas queer nos buscamos unas a otras en “un mar heterosexual”, del mismo modo que buscamos signos de hostilidad en ese mismo océano. Así nos convertimos, obligatoriamente, en expertas en mirar. 

Imagen en blanco y negro de una persona

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Fig. 6. Untitled, Pier 46, 1983. Fotografía de Morgan Gwenwald.

Tanto para localizar oportunidades de conexiones románticas o comunitarias, como para garantizar nuestra propia seguridad. “Siempre estamos escaneando nuestro entorno, siempre haciendo un balance de la escena, siempre conscientes de nosotros mismos en relación con los demás, nos guste o no” (Lowder, 2015). 

Es, justamente, por esto que me parece fundamental no sólo desestabilizar la mirada masculina identificándola y después, subvirtiéndola. Sino que me siento convocada, como mujer e investigadora transgénero, a explorar los lineamientos de una mirada queer capaz de minar el canon de la historia del arte a través del estudio alternativo de sus archivos. Y para hacerlo no me olvido de las que vinieron antes de mí. No me olvido que Mulvey identificó la mirada como una estructura asociada al placer. En ese sentido, confieso que a mí me gusta mirar hombres. Me gusta verlos con cara de sueño, temprano por la mañana cuando es invierno y hace frío. Me gusta verlos y ha sido siempre así.

En el colegio me gustaba verlos, en silencio, mientras respondían las pruebas, sin que se supieran vistos. Me gustaba verlos correr en los patios, gritarse y abrazarse al final de los partidos de fútbol. Me gustaba verlos desvestirse en los camarines y entender cómo habían aprendido a secarse los cuerpos después de la ducha. Quizás, pienso, por eso me gusta tanto El Marginal. 

La misma masculinidad que yo por años traté de impostar, hoy me resulta desconocida y hermosa. Porque, en su esencia, está rodeada de misterio. Aunque mujeres, hombres y todos los géneros entre medio, vivimos en un mundo hípermasculinizado, creo que lo que suelen mostrar los hombres de sí mismos ante los demás, no es necesariamente lo que los define. Sino que hay algo íntimo, una reserva que se expone solo en espacios y contextos acotados, donde aparecen en su complejidad. Dónde son incluso capaces de cuestionar qué es lo que les produce dolor y qué es lo que les produce placer. 

El pintor José Pedro Godoy, con quien mantengo una activa correspondencia sobre nuestras referencias y descubrimientos en cuanto a representación y género, me recordaba hace poco, que vivimos en una cultura que reniega y condena el placer. A propósito de eso me contó que su mamá, que vivió de niña en la comuna de Ñuñoa, cada vez pasaba frente al pilucho del Estadio Nacional, era obligada a taparse los ojos. El avance de los estudios de género y el movimiento feminista han permitido que hoy nos aproximemos a esta anécdota desde el humor, pero en las prácticas culturales y en el lenguaje, todavía hay restricciones que contribuyen a perpetuar borramientos, omisiones, estereotipos y censuras así. Yo quiero pensar en una mirada queer que sea capaz de desobedecer y hacer preguntas, cuestionar la realidad en lugar de aceptarla educadamente. Quiero decir, si fuéramos la mamá de José Pedro, destaparnos los ojos y mirar al pilucho. 

Sin duda que en Chile hay una maravillosa genealogía de artistas de las disidencias sexuales vinculados por el abordaje de género que hacen e hicieron en sus obras. Una podría pensar, rápidamente, en el linaje Calfuqueo, Lemebel, Dávila, Leppe, Copello. Pero, como teórica feminista, me siento inclinada a contraponer esa línea con otra conformada por artistas mujeres. Así, por ejemplo, pienso inmediatamente en Paz Errázuriz, quien no inscribe su identidad necesariamente en la disidencia sexual, pero sin embargo construye una obra absolutamente subversiva en términos de género. 

Como apunta Andrea Giunta, Errázuriz planteó “conspiraciones de la imagen” en su serie La manzana de Adán, realizada entre 1982 y 1987 en prostíbulos de Santiago y Talca. Lo que hizo fue fijar una acción que perturbaba la ley: es decir, desde la imagen, hizo aparecer aquello que no estaba permitido mostrar ni nombrar (Giunta, 2015). Cuando Paz Errázuriz retrató a cuerpos travestidos que, en una secuencia iban adoptando otra identidad, hizo aparecer un intersticio. 

Un filo, en el que es imposible asignarle, a esas personas, un género fijo. ¿Se estaban vistiendo o desvistiendo? El artista visual y activista Felipe Rivas San Martin contribuyó a la investigación Perder la forma humana, preguntándose a propósito del trabajo de Errázuriz ¿cuál es el original? En ese tránsito de identidades que oscila entre lo masculino y lo femenino, entre lo vestido y lo desnudo, ¿dónde se detiene el ojo? Son, este tipos de preguntas las que propone la mirada queer, que tiene la potencia de desestabilizar lo fijo y responder: ni en la una ni en la otra, sino que simultáneamente en ambas y en ninguna a la vez. Dice el teórico Stephano Ramello que lo queer describe aquellos gestos o modelos analíticos que dramatizan incoherencias en las relaciones supuestamente estables. Ya sea entre sexo cromosómico, género y deseo sexual (Ramello, 2011: 9), pero también entre otras variables. 

Imagen en blanco y negro de una persona con una tabla de madera

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Imagen en blanco y negro de una mujer con la puerta abierta

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Imagen en blanco y negro de una mujer sentada en el suelo

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Figs. 7, 8 y 9. Paz Errázuriz, “Coral, La Carlina”, de la serie La Manzana de Adán, 1983.
Dibujo de una persona

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Fig. 10. Paz Errázuriz, Evelyn, 1983

En ese sentido, las vidas travestis siguen escenificando hoy, a través de las imágenes de Errázuriz, el lugar marginal que ocupó la diferencia sexual en el tejido social del Chile de los ochenta. Pero, como ya hemos dicho, mirar algo tiene el poder de cambiarlo no sólo en su presente. A través de la mirada queer la obra de Paz Errázuriz nos permite repensar el pasado del país y afirmar que el régimen totalitario que impuso la dictadura de Augusto Pinochet, también fue un régimen binario que planteó entre sus estatutos principales el orden ante el desorden, la normalidad ante la rareza, el recato ante el placer. 

A mí me interesa entender las tácticas artísticas que permiten incomodar esos binarios. Y quiero creer que la mirada queer tiene la facultad de posarse, no sólo en obras que trabajan evidentemente con la problemática del género. Sino que ostenta la potencia de descubrirle lecturas de género a otras obras de arte, que abordan aparentemente otras problemáticas. Pienso, entonces, en Sybil Brintrup, una artista chilena que murió hace poco y a quien no conocía, pero con cuyo nombre me crucé en el libro Transferencias publicado el 2022 por la galería Gabriela Mistral. Googléandola, me enteré que Brintrup trabajó con performance y según leí en un reportaje publicado en El Mercurio, el año 2009, ella se pasó dos décadas observando fardos de pasto. Su metodología, como apunta la nota de prensa, simplemente consistía en detenerse a observar los fardos para hacer anotaciones al respecto en una libreta y, a veces, registrar sus hallazgos con una fotografía. 

¿Qué tiene esto de queer? Desde donde yo lo veo, bastante. Si bien, a primera vista la obra de Brintrup no aborda explícitamente el género, le abre un tiempo extraordinario al acto de mirar. El teórico trans Jack Halberstam dice que hay un tiempo queer definido por lo efímero capaz de generar formas elusivas de saber. Plantea que lo queer está en el límite de la memoria y propone una forma más fluida de narrativa temporal. Más inexacta, menos concreta. Dice que ante cierta ausencia –ya sea de memoria o sabiduría–, se abre espacio para un nuevo tipo de saber. En ese sentido, la obra de Brintrup se inscribe en un tiempo queer, con un tremendo potencial de tensar lo fijo y lo móvil. Y plantea, vista así, desafiantes preguntas en cuánto a cómo observamos el tiempo lineal y heterocrónico con el que generalmente se escribe la historia del arte. 

Fig. 11. Sybil Brintrup, 1980. Colección Museo de Arte Contemporáneo.

¿Con qué nos fascinamos? ¿Qué nos genera placer? ¿Con qué y con quiénes establecemos relaciones románticas? Entonces qué es lo queer, qué es lo raro. En su ensayo Lo raro y lo espeluznante, Mark Fisher define lo raro como aquello que está fuera de lugar, que no debería estar ahí, pero está. Un “error”, una anomalía. ¿Quién se pasa veinte años observando fardos de pasto? Hasta hace no tan poco, lo queer era sinónimo de extraño, de inusual, de anormal o de enfermo. Y se aplicaba rutinariamente como un término ofensivo a las personas que se negaban a adaptarse a la “normalidad”. Pero ahora lo queer, muestra posibilidades tan complejas que nos convocan, justamente, a cuestionar lo que se entiende por normal. La mirada queer es capaz de desestabilizar el pensamiento binario del masculino-femenino, del aquí-allá, del presente-pasado y señalar un intersticio híbrido. Un espacio intermedio que no es ni lo uno ni lo otro, sino que una dimensión rara.

La idea de esta ponencia surgió de una pregunta por dónde estaba lo queer hoy en Chile. ¿Había un arte queer? ¿Dónde se encontraba? Quiero responder que sí; existe y se encuentra aquí, en este mismo lugar. Junto a las obras de Sebastián Calfuqueo, Pedro Lemebel, Juan Dávila, y Carlos Leppe, archivadas en este lugar y leídas hasta el hartazgo desde el género. Pero hay otras obras que jamás, sino que han sido abordadas tradicionalmente desde otras perspectivas. Pero, que pueden ser leídas, a través de la teoría de género. En ese sentido la pregunta original se transforma. ¿Qué obras son capaces de soportar una lectura de género, aun cuando no fueron concebidas como tales? ¿Sobre qué tipo de trabajos artísticos la mirada queer puede pasar y develar algo nuevo? Esa es la pregunta que me hago. 

Archivar una obra suele ser sinónimo de darla por terminada, pero la mirada crítica puede oxigenarla, revivirla. Así al volver a mirarlas, de otra manera, quiero decir con otro marco teórico, algunas obras aquí archivadas se vuelven raras, movedizas, asombrosas. Avanzan hacia una nueva realidad, inesperada y disidente. Como les adelanté antes, yo estudio a artistas que, dentro de su práctica destruyen, rompen, perforan y vacían cosas. Para mi tesis doctoral elegí a cinco chilenos, todos hombres cisgénero, que entre 1969 y 1989, exploraron a través de sus cuerpos acciones performativas. 

Los cinco hicieron obras performativas en un período histórico en que la performance no estaba definida como disciplina artística. Por lo tanto sus trabajos son sumamente intuitivos y a nivel de archivo, sumamente valiosos. Estos artistas no necesariamente se conocieron, no necesariamente trabajaron juntos, no ocuparon los mismos recursos creativos ni formales. Pero todos rompieron, atravesaron, quebraron o perforaron algo. 

Félix Maruenda desplegó en 1969 sus fuselajes de aviones ahuecados en el hall central de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile (actualmente Museo de Arte Contemporáneo). Ahí dibujó las siluetas de su propio cuerpo caído en el suelo, como un cadáver y, en colaboración con otros estudiantes de arte, reprodujo el sonido de bombas y metales estrellándose. 

El día en que Peligro ocurrió, le pidió a miembros del Ballet Nacional que se movieran desenfrenadamente entre los asistentes a la obra mientras en dos lienzos se proyectaban imágenes de la Guerra de Vietnam y la sombra de las mismas personas presentes ese día. 

Imagen en blanco y negro de una persona con un caballo

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Fig. 12. Félix Maruenda, Peligro, 1969. Acción realizada en la Escuela de
Artes de la Universidad de Chile.

Dos años después, el también estudiante Carlos Peters armó delante del lente del fotógrafo Bob Worovicz una instalación por capas, entre un balón de gas y una serie de pinturas realizadas en cartones, en las que aparecía a escala real –un retrato de su padre–, vaciado de expresión facial. Esta desconocida obra existió principalmente para el lente del fotógrafo en 1971 y se tituló Hombre. 

Foto en blanco y negro de un hombre en frente de un pared

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Fig. 13. Archivo Carlos Peters.

Ese mismo año Gordon Matta-Clark, de paso por Chile, perforó el piso del primer nivel del Museo de Bellas Artes para hacer llegar a través de un juego de espejos, un haz de luz natural a los recónditos baños de servicio, ubicados en el subsuelo. El título de su obra es Claraboya y la realizó mientras se construía la sala subterránea que llevaría el nombre de su padre, Roberto Matta. 

Foto en blanco y negro de un tren

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Fig. 14. Registro de la intervención que realizó Matta Clark en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1971.

En 1974 los agentes de la dictadura de Pinochet hicieron desaparecer forzosamente desde su casa en Cerrillos a Alejandro Parada, el hermano mayor del estudiante de arte, Hernán Parada, quien en 1978 comenzó a realizar su Obrabierta, una acción que buscaba hacer aparecer a través de la memoria afectiva e intelectual, a su hermano secuestrado. Parada pasó de representar la biblioteca de Alejandro a pasearse por espacios íntimos y públicos con una máscara que reproducía la cara del desaparecido. Vaciándose a sí mismo de identidad para prestarle el cuerpo a su hermano. 

Fig. 15. Acción de Hernán Parada con el rostro de su hermano, 1984.

A finales de la década de los ochenta, diez años después del hallazgo dentro de los monumentales hornos de Lonquén, de quince cuerpos de detenidos desaparecidos, el artista Gonzalo Díaz realizó una exposición en la galería Ojo de Buey que concluyó con una performance en que, una noche, rompió los quince vidrios de quince lijas impresas y enmarcadas en quince cuadros, diciendo los quince nombres de los quince hombres muertos que habían sido arrojados en los oscuros fondos de Lonquén.

Fig. 16. Gonzalo Dïaz, Lonquén, 1989.

En los registros que le sobreviven a estas acciones efímeras vemos a los artistas rompiendo, abriendo, rajando, vaciando, quebrando cosas. Y lo hacen deliberadamente con su cuerpo como instrumento. Yo veo aquí una forma intuitiva de lidiar con el dolor. Ya sea el dolor de la guerra, el peso de la figura paterna, la ausencia de un ser querido arrebatado a la fuerza o la muerte de quince desconocidos. 

Estos artistas, que también son hombres, resonaron afectivamente con sus entornos a partir del quiebre de la dignidad de otros. Se vieron afectados por distintas formas de injusticia, opresión y violencia, aunque estas no fueron ejercidas directamente sobre ellos. Desde donde yo lo veo, lo que hicieron fue, al verse afectados de manera trans-corporal por el dolor de otros, vaciarse del mandato de masculinidad y, así, permitirse temporalmente sentir rabia, pena y frustración. Por ellos mismos y por sus pares. Para dar cuenta de esto, extendieron los recursos formales con los que trabajaban y exploraron más allá de sus propias convenciones. 

Me interesa estudiar la crisis de la masculinidad porque creo que entenderla puede contribuir al feminismo. La antropóloga argentina Rita Segato acuñó el término mandato de masculinidad. para referirse al imperativo que sienten la mayoría de los hombres de calzar con una masculinidad hegemónica; un ideal por el cual los varones se doblegan ante sus pares demostrando “”codicia, potencia, dominio, violencia y control para ser considerados como tales” (Segato, 2020). “Los hombres han sido obedientes a ese mandato a cambio de un título de prestigio que es ser hombre” (Ibid), dice la autora, y explica que se les ha enseñado que “ser hombre confiere una superioridad en la sociedad”. Lo que a su vez, nos recuerda que hay un trabajo pendiente “que es convencerlos de que se trata de un mal negocio; lo que se les ofrece a cambio de curvarse al mandato de masculinidad es demasiado poco en comparación con lo que pierden”. 

En ese sentido, no hay una sola forma de mandato. Nunca es el mismo en dos esferas sociales, económicas o territoriales distintas. De hecho, no es el mismo hoy que era ayer. El arco entre 1969 y 1989 que he elegido observar para mi investigación recoge cambios políticos y artísticos que dan cuenta tanto de quiebres como de emergencias y sin embargo, hay una constante: la incomodidad por calzar con la masculinidad hegemónica. A principios de la década del setenta, el hasta ahora desconocido artista Carlos Peters, explicaba en una entrevista publicada en El Mercurio, lo que entendía por masculinidad: “Yo no creo que el hombre sea ninguna maravilla en este momento. Creo que es bastante podridito, no tanto por culpa misma del hombre, sino un poco -que sé yo- de otras cosas o lo que han querido hacer de él. Pero decididamente uno tiene que separarse, tiene que retirarse de ciertas cosas porque son falsas, porque no reflejan la realidad”. 

Cuando conversé con una de las asesoras creativas de mi tesis, la arquitecta Alejandra Celedón, nos dimos cuenta que Rita Segato hace en sus textos y charlas un llamado a desmontar el mandato de masculinidad, y que mi investigación planteaba que la performance les había abierto a estos artistas la posibilidad de vaciarse, aunque fuera temporalmente, de ese mandato. Los dos verbos no eran sinónimos. Sino que hablaban de cuestiones diferentes. Desmontar, equivale a una acción de desarme estructural en la que, sin embargo, se conserva la base. Vaciar, en cambio, es una acción más radical. Que no deja nada erigido ni sólido. Según la RAE vaciar es sacar, verter o arrojar el contenido de una vasija u otra cosa. 

Con Alejandra, nos interesó pensar que el mandato de hecho podía no ser rígido, sino algo fluido. Y, manteniendo la hipótesis inicial, observar lo que quedaba vacío. De ahí nace el título de mi proyecto, que también funciona como adjetivo para denominar a los artistas con los que elegí trabajar. 

A Maruenda, Peters, Matta-Clark, Parada y Díaz les digo huecos, no sólo como un apelativo que pretende desestabilizar su condición canónica, sino porque eso es lo que hacen. Hacen huecos, en los aviones de guerra que rompen, en los rostros de sus padres que calan, en los pisos del museo donde perforan o trazan sus siluetas, en sus propias identidades cuando se vacían de ellas, en los fondos de la historia para nombrar a los que se les fue arrebatada la vida. Y ellos mismos, así, también se hacen huecos, subvierten, con sus acciones, lo que se espera de ellos. Son capaces de mostrar vulnerabilidad. 

Propongo que al hacerlo abren una especie de portal, por el que hoy entra la mirada queer a señalar una existencia intermedia entre lo sólido y lo vacío, entre el aquí y el allá, entre lo hegemónico y lo disidente, entre el adentro y el afuera. Un hueco. ¿Cómo nombrar, sino, lo que aparece en las obras de Matta-Clark cuando con sus perforaciones hace entrar una última luz a construcciones al borde de la obsolescencia? ¿Y la imagen que surge cuando Gonzalo Díaz quebra un vidrio y pronuncia el nombre de un detenido desparecido? A través de las fracturas se dejan ver cosas que antes no estaban. Surgen nuevas imágenes. Señalan algo que cambia, son la irrupción de lo que era continuo. Marcan un quiebre, así como el día rompe a la noche en el paisaje con una grieta. Son fracturas, simultáneamente el fin y el comienzo de algo. 

Así que, lo que estoy haciendo es mirar cinco obras de cinco artistas como cinco objetos visuales que en su interacción con la teoría de género, van a enrarecerse. Quizás incluso se van a desviar del programa cultural para el que fueron concebidos, pero como dice Mitchell las imágenes tienen vida y estas vidas son tan solo parcialmente controladas por quienes las dieron a luz.

Fig. 17. Performance de clausura Lonquén, 1989 de Gonzalo Díaz.
Imagen que contiene foto, diferente, edificio, pequeño

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Fig. 18. Gordon Matta-Clark, Conical intersect, 1975. Acción realizada en París, Francia.

La fuerza de la mirada queer es hacernos pensar distinto, pensar en cómo podemos contribuir novedosamente a pensar la historia del arte. No sólo a nivel de lenguaje, sino que trayendo nuestras experiencias a nuestras formas de pensamiento, para que queden impregnadas de la potencia transformadora del género. 

Y para hacerlo, voy a ocupar las palabras. Las palabras que surgen ante las imágenes. Con todas las limitaciones, pero también con toda la potencia que tiene esta práctica. En 1950, el poeta John Ashbery, siendo un joven estudiante de literatura, vio mientras viajaba en un tren el Autorretrato en espejo convexo del Parmagianino impresa la sección de arte del New York Times. Nueve años después, durante un viaje en Viena, vio la obra directamente colgando en un muro del museo donde todavía se encuentra. En 1973 comenzó a escribir sobre ella y en 1975, el mismo año que Laura Mulvey publicó su ensayo sobre la mirada masculina, Ashbery publicó un largo poemario sobre lo que él veía en la pintura del Parmagianino. 

Dice Ashbery que la luz se hundía con el mismo entusiasmo que él había visto en otra parte, cuando supo por qué le parecía cargada de sentido, como otros la sentían. ¿De qué es pórtico este mundo que oscila adentro, afuera, adelante y atrás, rehúsa rodearnos y es no obstante lo único que vemos? 

Hubo un tiempo en que el amor aún inclinaba la balanza pero hoy es invisible, aunque presente de un modo misterioso. Todo lo que sabemos es que es un poco pronto, que el día tiene esa especial y lapidaria cualidad que la luz del sol replica al arrojar la sombra de las ramas sobre aceras burlonas. 

No ha habido otro igual. 

Yo solía creer que eran todos lo mismo, que el presente era idéntico para quien lo observase, pero esa confusión se desvanece a medida que uno remonta su presente. ¿Es esto una quimera del arte, que no cabe considerar real, y menos especial? ¿No tiene su guarida en el presente del que siempre huimos y al que volvemos a caer mientras la noria de los días prosigue su sereno transcurso?

Bibliografía

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Getsy, David J. (2016) (edit) Queer. Cambridge: Whitchapell/The MIT Press.

Giunta, Andrea (2015), “Sentir pese a todo” en Poéticas de la Disidencia: Paz Errázuriz Lotty Rosenfeld, coord. Nelly Richard, Pabellón de Chile en Bienal de Venecia.

Fisher, Mark (2018) Lo raro y lo espeluznante. Barcelona: Alpha Decay.

Freedberg, David (1992). El poder de las imágenes. Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta. Madrid: Cátedra.

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